Las ciencias naturales de la primera mitad del siglo XVIII se hallaban tan por encima de la antigüedad griega en cuanto al volumen de sus conocimientos e incluso en cuanto a la sistematización de los datos, como por debajo en cuanto a la interpretación de los mismos, en cuanto a la concepción general de la naturaleza. Para los filósofos griegos, el mundo era, en esencia, algo surgido del caos, algo que se había desarrollado, que había llegado a ser. Para todos los naturalistas del período que estamos estudiando, el mundo era algo osificado, inmutable, y para la mayoría de ellos algo creado de golpe. La ciencia estaba aún profundamente empantanada en la teología. En todas partes buscaba y encontraba como causa primera un impulso exterior ajeno a la propia naturaleza. Si la atracción, llamada pomposamente por Newton gravitación universal, se concibe como una propiedad esencial de la materia, ¿de dónde proviene la incomprensible fuerza tangencial que dio origen a las órbitas de los planetas? ¿Cómo surgieron las innumerables especies vegetales y animales? ¿Y cómo, en particular, surgió el hombre, respecto al cual se está de acuerdo en que no existe desde siempre? Al responder a estas preguntas, las ciencias naturales se limitaban con harta frecuencia a hacer responsable de todo al creador.
Introducción a “dialéctica de la naturaleza” y otros escritos sobre dialéctica, F. Engels, Fundación Federico Engels, 2006, páginas 12 y 13