La división de las ciencias, en ciencias teoréticas (metafísica, matemática, física), y ciencias prácticas (tales como ética y política), proviene de Aristóteles

Advirtamos que divisiones entre ciencias como la Filosofía primera (luego llamada Metafísica), Física y Matemáticas, calificadas de teoréticas, en contraposición con otras «prácticas», tales como la Ética y la Política, proceden de Aristóteles.

Los Filósofos Presocráticos II, Anaxágoras de Clazómenas, N.L. Cordero, F.J. Olivieri, E. La Croce, C. Eggers Lan, Editorial Gredos, 1994, página 317.

Hablemos sobre causa y efecto

En la conversación corriente se denomina “causa” a lo que produce un “efecto”. Se considera “efecto” a un cambio en la condición de una persona o cosa. La causa precede en el tiempo al efecto que produce. Si la relación causa-efecto existe realmente, el efecto se considera regular, es decir, dada la causa sigue el efecto: A produce B, nunca C. La causa se considera suficiente en si misma para producir el efecto. Habitualmente consideramos la causa como que debe producir necesariamente cierto efecto. Por ejemplo: es difícil imaginar una cerilla encendida que, puesta en contacto con residuos grasientos, no les prenda fuego. Otras veces creemos que un efecto determinado procedió, sin duda alguna, de una causa apropiada; sin embargo, hay otros casos en los que sospechamos que, si bien la causa existía, el efecto no provino de ella. Si una casa arde como resultado, aparentemente, de la inflamación espontánea de trapos grasientos amontonados en el desván, consideramos ese montón de harapos como causa del incendio; recordamos, sin embargo, casos en los que trapos viejos aceitosos han estado amontonados en buhardillas durante largos periodos de tiempo y no se han inflamado. Así, la causa de una cosa es la condición necesaria y suficiente para la existencia de esa cosa, admitida la posibilidad de la no existencia de la cosa. En tales casos, en que el efecto esperado no llega a producirse o por lo menos tarda mucho en producirse, el sentido común suele atribuir a la “casualidad” la no ocurrencia del hecho. O quizás han intervenido otras “causas” y estas han formado una fuerza contraria de determinada especie. Esta asociación según el sentido común de la causa y el efecto ha sido la manera más generalizada de pensar sobre los acontecimientos del mundo. Identificadas originariamente en la mente primitiva con agentes personales y con animales las fuerzas que parecen producir cambios en el Universo, éstas se transformaron poco a poco en el principio abstracto de causa y efecto. No cabe duda que tal concepto ha resultado de universal utilidad y seguramente continuará utilizándose como si fuera cierto. Sin embargo, la mayoría de los filósofos y científicos se niegan a aceptar dicho concepto como una teoría exacta o integral del cambio. Al considerar la historia del concepto debiera tenerse en cuenta la verdad de que nuestra actitud frente a cualquier explicación dada de un cambio en la realidad está en armonía con la idea que de tal realidad tenemos; en definitiva refleja nuestro punto de vista metafísico. En la medida que nuestras ideas metafísicas cambian, cambia asimismo nuestro concepto de la naturaleza del problema. Cuando actuamos desde el punto de vista vulgar de la causa-efecto, aceptamos un modo de ver determinista de la realidad respecto a la porción del Universo a la que aplicamos el concepto; admitimos que este mundo está sujeto a un orden y que “todo tiene una causa”.

HISTORIA DE LA “CAUSA-EFECTO”

Para dar con el origen de la filosofía occidental hay que remontarse hasta los griegos; por lo tanto, es conveniente buscar en ese pueblo el origen filosófico de la idea causa-efecto. Ya desde el siglo V a. de J.C. se atribuye a Leucipo la afirmación: “nada acontece sin causa; todo tiene una causa y es necesario”. Platón recurrió al “mundo de las ideas” en busca de las causas. Este “mundo” era un reino fabuloso, habitado por las formas ideales de todos los objetos que la percepción humana conoce, tales como la mesa o silla perfectas, al lado de las cuales las mesas y sillas conocidas por el ser humano mortal no son más que copias imperfectas. Después de Platón, Aristóteles sugirió la existencia real de cuatro causas: 1) la causa material, aquello de que está hecha una cosa, como la madera de una mesa; 2) la causa formal, o sea, la forma que se imprime a una cosa, tal como la estructura o el diseño de una mesa (la mesa “ideal” de Platón); 3) la causa eficiente o agente, fuerza que impone la forma a los objetos; así el carpintero, que pone en relación las causas formal y material de modo que surja la mesa como realidad: impone de tal modo el concepto de mesa a la madera que ésta se transforma en mesa por medio del aserrado y la clavazón; 4) la causa final, o finalidad de la mesa, la verdadera razón de su existencia. Obsérvese la cualidad formal de estas ideas. No se hace referencia al proceso en el tiempo. Las formas ideales de los objetos y las copias existen simultáneamente; de las formas ideales derivan las copias (son “causadas” por ellas). En la Edad Media se amplió considerablemente la tabla aristotélica de las causas hasta el punto de que los libros de texto del siglo XVII llegaron a enumerar hasta cuarenta tipos de ellas. Más aún, dichas causas y otros aspectos de la filosofía aristotélica fueron adaptados por los escolásticos a los estudios teológicos. Dios, considerado causa primera, desempeñó un papel importante en las discusiones teológicas medievales. De todos modos, una corriente antiaristotélica se hizo evidente en plena Edad Media y hacia el siglo XVII muchos pensadores rechazaban categóricamente la relación formal de causa-efecto según era aplicada por Aristóteles y los tomistas. Los físicos teóricos del siglo XVII, oponiéndose a Aristóteles, redujeron la causa-efecto a un movimiento o cambio seguido de otro cambio o movimiento, con una equivalencia matemática entre las medidas de movimiento. De esta forma se puso de relieve la idea de secuencia o sucesión y apareció implicado un mecanismo simple entre causa y efecto. Descartes, sin embargo, niega que la sucesión de dos acontecimientos implique una conexión necesaria entre ambos y afirma que cada acontecimiento es un milagro de Dios independiente. Tanto Hume como Kant negaron la existencia real de la causa-efecto. Hume lo desechó por considerarlo una pura convención; Kant la admitió como “categoria” de la mente, que ayuda a ésta a crear un concepto de realidad. Con el desarrollo de la Física muchos pensadores adoptaron alguna forma de determinismo, mientras otros, más sutiles, negaron que causa y efecto existiesen efectivamente en el mundo real. Sin embargo, hay quienes aun desechando la causa y efecto como realidad, se valen de esta idea como recurso mental en su esfuerzo por sistematizar la experiencia. El panteísta Spinoza es el representante de un cuarto punto de vista, algo distinto, en el que Dios es denominado causa inmanente. Dios como causa se considera que estaba incluido totalmente en su efecto: el Cosmos. Cada uno de los tres principales puntos de vista —aceptación de la causalidad física, su repudio por considerarla mera convención y su admisión como convención apetecible—  hallaron seguidores en la historia subsiguiente de la filosofía y la ciencia. Todos los pensadores famosos, principalmente Leibniz, Hegel, Mill, Bergson, Royce, Peirce y Hartshorne, enfocaron la cuestión de la causalidad en términos de su propio punto de vista dominante. Cada uno de ellos aportó alguna variante, una definición distinta o razones distintas para admitirla o rechazarla.

PROBLEMÁTICA DE LA CAUSA-EFECTO

La aparición de la teoría cuántica y otros progresos de la Física y las demás ciencias naturales durante el siglo XX reforzaron el punto de vista de filósofos científicos tales como Helmholtz, Pearson y Ernst Mach, quienes insistieron en que el concepto de causa y efecto fuera descartado del trabajo científico y sustituido por el concepto de ley. Tales autores sostienen que el pensar en términos de ley limitaría el lenguaje científico a correlaciones cuantitativas; eliminaría del discurso científico el supuesto no garantizado de conexión necesaria entre los sucesos. Por esto el “slogan” en boga de la ciencia del siglo XX fue “correlación no es causalidad”. Entre otros críticos de la teoría de causa-efecto se encuentran los neotomistas, que propugnan la vuelta a los puntos de vista de Santo Tomás de Aquino, interpretados a propósito para salir al paso de numerosas objeciones nacidas en el transcurso de varios siglos de determinismo científico. Los existencialistas y algunos sociólogos, Lewis Mumford entre ellos, rechazaron la teoría determinista de causa-efecto a la vez que las modernas teorías de correlación y leyes, no por razón de que tales conceptos sean inexactos (bien que algunos los consideran como falsos), sino porque tales concepciones debieran descartarse desde el punto de vista ético para que el ser humano no se convierta en esclavo. Estos pensadores, a pesar de sus muchas divergencias, están acordes en que, bien se acepte en sí mismo el concepto de causa-efecto, bien se le esconda tras la fachada de la ley y la correlación, en ambos casos es un engaño si se aplica a los actos humanos. El objetivo del ser humano, como ser distinto de las rocas y flores, debe ser liberarse de las “cadenas de causalidad”. Estos pensadores creen que las “leyes” son meras ficciones y que en la Naturaleza, tras las aparentes correlaciones, se halla el caos. Insisten en que el ser humano ha de escapar del circulo vicioso de causa y efecto en que se encerraría, aceptando el caos como regla y que ha de transformar su vida, mediante un acto de voluntad libre, en un “todo” significativo y unitario. Así, los existencialistas admiten la causalidad como una conveniencia para la comprensión de la Naturaleza “desordenada”, pero declaran que el objetivo de la acción humana es superar tanto el caos de la Naturaleza como la estructura de la ley física y biológica injertada en la Naturaleza por la mente del ser humano.

Fuente: Hablemos sobre causa y efecto

Para Meliso lo que es no puede alterarse cuantitativamente (perder algo o hacerse más grande); no puede cambiar su forma cualitativamente; no puede sentir dolor físico; y no puede sufrir pena moral

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Los filósofos presocráticos II, Meliso de Samos, N.L. Cordero, F.J. Olivieri, E. La Croce, C. Eggers Lan, Editorial Gredos, 1994, páginas 101 a 104.

Meliso de Samos: debido a que lo que es es eterno, entonces, también, de modo necesario, es sustancialmente infinito.

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Los filósofos presocráticos II, Meliso de Samos, N.L. Cordero, F.J. Olivieri, E. La Croce, C. Eggers Lan, Editorial Gredos, 1994, páginas 88 a 92.

Meliso de Samos: lo que es es eterno, ya que no es posible que nada se genere de nada, ni es posible que algo se genere de lo que ya es, puesto que ya sería (se generaría de sí mismo)

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Los filósofos presocráticos II, Meliso de Samos, N.L. Cordero, F.J. Olivieri, E. La Croce, C. Eggers Lan, Editorial Gredos, 1994, páginas 85 a 88.

El principio de la identidad, en el viejo sentido metafísico: a = a

Identidad—abstracta, a = a, y negativa, a no igual y desigual a a al mismo tiempo, también inaplicable en la naturaleza orgánica. La planta, el animal, toda célula es, en cada momento de su vida, idéntica consigo misma y, a la par con ello, diferente de sí misma […] por una suma de innumerables cambios moleculares que constituyen la vida y cuyos resultados sumados se manifiestan visiblemente en las fases de la vida —vida embrionaria, infancia, juventud, madurez sexual, proceso de la procreación, vejez y muerte—. Cuanto más se desarrolla la fisiología, mayor importancia adquieren para ella estos cambios incesantes e infinitamente pequeños, mayor importancia adquiere para ello, por tanto, la consideración de las diferencias dentro de la identidad, y envejece y caduca el viejo punto de vista formal y abstracto de la identidad, según el cual un ser orgánico debe considerarse y tratarse como sencillamente idéntico a sí mismo y constante.* No obstante, perdura el modo de pensar basado en él, con sus categorías. Pero, ya en la naturaleza inorgánica, nos encontramos con que no existe, en realidad, la identidad en cuanto tal. Todo cuerpo se halla constantemente expuesto a influencias mecánicas, físicas y químicas, que lo hacen cambiar continuamente y modifican su identidad. Solamente en la matemática —ciencia abstracta, que se ocupa de cosas discursivas, aunque éstas sean reflejos de la realidad— ocupa su lugar la identidad abstracta, como la antítesis de la diferencia, que, además, se ve constantemente superada. Hegel, Enciclopedia, I, pág. 235. El hecho de que la identidad lleve en sí misma la diferencia, expresada en toda proposición, en la que el predicado es necesariamente distinto del sujeto: el lirio es una planta, la rosa es roja, donde se contiene en el sujeto o en el predicado algo que el predicado o el sujeto no cubre totalmente. Hegel, pág. 231. Que la identidad consigo misma postula necesariamente y de antemano, como complemento, la diferencia de todo lo demás, es algo evidente de suyo.

El cambio constante, es decir, la superación de la identidad abstracta consigo mismo, se da también en lo que llamamos inorgánico. La geología es su historia.[…]

El principio de la identidad, en el viejo sentido metafísico, principio fundamental de la vieja concepción: a = a. Toda cosa es igual a sí misma. Todo era permanente, el sistema solar, las estrellas, los organismos. Este principio ha sido refutado, trozo a trozo, en cada caso concreto, por la investigación de la naturaleza, pero teóricamente aún sigue resistiéndose y constantemente lo oponen a lo nuevo los sostenedores de lo viejo, quienes dicen: una cosa no puede al mismo tiempo ser igual a sí misma y otra distinta. Y, sin embargo, el hecho de que la verdadera identidad concreta lleva en sí misma la diferencia, el cambio, ha sido demostrado recientemente en detalle por la investigación de la naturaleza […]. —La identidad abstracta, como todas las categorías metafísicas, es suficiente para los usos caseros, en que se trata de relaciones pequeñas o de lapsos de tiempo cortos; los límites dentro de los cuales puede emplearse esta categoría difieren casi en cada caso y se hallan condicionados por la naturaleza del objeto: en un sistema planetario, en el que se puede aceptar como forma fundamental para los cálculos astronómicos normales la elipse, sin cometer prácticamente errores, mucho más ampliamente que tratándose de un insecto, que consuma su metamorfosis en unas cuantas semanas. (Poner otros ejemplos, por ejemplo los cambios de las especies, que se cuentan por varios milenios.) Pero la identidad abstracta es totalmente inservible para la ciencia sintética de la naturaleza, e incluso para cada una de sus ramas, y a pesar de que actualmente se la ha eliminado en la práctica de un modo general, teóricamente todavía sigue entronizada en las mentes, y la mayoría de los naturalistas se representan la identidad y la diferencia como términos irreductiblemente antitéticos, en vez de ver en ellas dos polos unilaterales, cuya verdad reside solamente en su acción mutua, en el encuadramiento de la diferencia dentro de la identidad.

Identidad y diferencia —necesidad y casualidad— —causa y efecto— las dos fundamentales contraposiciones, que, tratadas por separado, se truecan la una en la otra.
Y, además, deben ayudar aquí los “fundamentos”.

* Al margen del manuscrito encontramos aquí la siguiente observación, subrayada por Engels: “Prescindiendo, además, de la evolución de las especies.” (N.del ed.).

DIALÉCTICA DE LA NATURALEZA, F. Engels, Editorial Grijalbo, México, 1961, páginas 181 y 182.