Los cimientos de la monarquía y de la nobleza hereditaria

La creciente densidad de población requirió lazos más estrechos en el interior y frente al exterior. La confederación de tribus consanguíneas llegó a ser una necesidad en todas partes, como lo fue muy pronto su fusión y la reunión de los territorios de las distintas tribus en el territorio común del pueblo. El jefe militar del pueblo (rex, basileus, thiudans) llegó a ser un funcionario indispensable y permanente.
La asamblea del pueblo tomó cuerpo allí donde aún no existía. El jefe militar, el consejo y la asamblea del pueblo constituyeron los órganos de la democracia militar surgida de la sociedad gentilicia. Y esta democracia era militar porque la guerra y la organización para la guerra constituían ya funciones regulares de la vida del pueblo. Los bienes de los vecinos excitaban la codicia de los pueblos, para quienes la adquisición de riquezas era ya uno de los primeros fines de la vida. Eran bárbaros: el saqueo les parecía más fácil y hasta más honroso que el trabajo productivo. La guerra, hecha anteriormente sólo para vengar la agresión o con el fin de extender un territorio que había llegado a ser insuficiente, se libraba ahora sin más propósito que el saqueo y se convirtió en una industria permanente. Por algo se alzaban amenazadoras las murallas alrededor de las nuevas ciudades fortificadas: sus fosos eran la tumba de la gens y sus torres alcanzaban ya la civilización. En el interior ocurrió lo mismo. Las guerras de rapiña aumentaban el poder del jefe militar supremo, y también el de los jefes inferiores. La elección habitual de sus sucesores en el seno de las mismas familias, sobre todo desde la introducción del derecho paterno, pasó poco a poco a ser sucesión hereditaria, tolerada al principio, reclamada después y usurpada por último. Con ello se pusieron los cimientos de la monarquía y de la nobleza hereditaria. Así, los órganos de la constitución gentilicia fueron perdiendo las raíces que tenían en el pueblo, en la gens, en la fratría y en la tribu, con lo que todo el régimen gentilicio se transformó en su contrario: de una organización de tribus para la libre regulación de sus propios asuntos, se trocó en una organización para saquear y oprimir a los vecinos. Con arreglo a esto, sus órganos dejaron de ser el instrumento de la voluntad del pueblo y se convirtieron en órganos independientes para dominar y oprimir al propio pueblo. Esto nunca hubiera sido posible si el sórdido afán de riquezas no hubiese dividido a los miembros de la gens en ricos y pobres, “si la diferencia de bienes en el seno de una misma gens no hubiese transformado la coincidencia de intereses en antagonismo entre los miembros de la gens” (Marx) y si la extensión de la esclavitud no hubiese comenzado a hacer considerar el hecho de ganarse la vida por medio del trabajo como un acto digno tan sólo de un esclavo y más deshonroso que la rapiña.

Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Fundación Federico Engels, 2006, páginas 177 y 178.

La hermosa aurora de la civilización ateniense

[…]La historia política ulterior de Atenas, hasta Solón, se conoce de un modo muy imperfecto. Las funciones del basileus cayeron en desuso; a la cabeza del Estado se colocó a arcontes salidos del seno de la nobleza. La autoridad de la aristocracia aumentó cada vez más, hasta llegar a hacerse insoportable hacia el año 600 antes de nuestra era. Y los principales medios para estrangular la libertad común fueron el dinero y la usura. La nobleza solía residir en Atenas y sus alrededores, donde el comercio marítimo y la piratería ocasional la enriquecían y concentraban en sus manos el dinero. Desde allí, el sistema monetario en desarrollo penetró, como un ácido corrosivo, en la vida tradicional de las antiguas comunidades agrícolas, basadas en la economía natural. El orden gentilicio es absolutamente incompatible con el sistema monetario. La ruina de los pequeños agricultores del Ática coincidió con la relajación de los antiguos lazos de la gens, que los protegían. Las letras de cambio y la hipoteca (porque los atenienses habían inventado ya la hipoteca) no respetaron ni la gens ni la fratría. Y el viejo orden gentilicio no conocía el dinero, ni las prendas, ni las deudas de dinero. Por eso el poder del dinero en manos de la nobleza, poder que se extendía sin cesar, creó nuevas leyes consuetudinarias para garantía del acreedor frente al deudor y para consagrar la explotación del pequeño agricultor por el poseedor del dinero. Todas las campiñas del Ática estaban erizadas de postes hipotecarios en los cuales estaba escrito que las fincas donde se emplazaban se hallaban empeñadas a fulano o mengano por tal o cual importe. Los campos que no tenían esos postes habían sido vendidos en su mayor parte, por haber vencido la hipoteca o no haber sido pagados los intereses, y eran ya propiedad del usurero noble. El campesino podía considerarse feliz cuando lo dejaban establecerse allí como colono y vivir con un sexto del producto de su trabajo, mientras tenía que pagar a su nuevo amo los cinco sextos, como precio del arrendamiento. Y esto no era todo: cuando el producto de la venta del lote de tierra no bastaba para cubrir el importe de la deuda o cuando se contraía la deuda sin asegurarla con prenda, el deudor tenía que vender a sus hijos como esclavos en el extranjero para satisfacer por completo al acreedor. La venta de los hijos por el padre: ¡éste fue el primer fruto del derecho paterno y de la monogamia! Y si el vampiro no quedaba todavía satisfecho, podía vender como esclavo al propio deudor. Tal fue la hermosa aurora de la civilización en el pueblo ateniense.

Semejante trastorno era imposible en el pasado, en la época en que las condiciones de existencia del pueblo aún correspondían a la constitución de la gens. Pero ahora se había producido, sin que nadie supiese cómo.

Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Fundación Federico Engels, 2006, página 120.