Estamos ya en los umbrales de la civilización, que se inicia con un nuevo avance de la división del trabajo. En el estadio inferior de la barbarie, los hombres sólo producían para satisfacer sus propias necesidades; los pocos actos de intercambio que se efectuaban eran aislados y sólo tenían por objeto excedentes obtenidos por casualidad. En el estadio medio, encontramos ya en los pueblos pastores una propiedad en forma de ganado, que, si los rebaños son suficientemente grandes, suministra con regularidad un excedente sobre el consumo propio; al mismo tiempo encontramos una división del trabajo entre los pueblos pastores y las tribus atrasadas, sin rebaños; y de ahí, dos grados de producción diferentes uno junto a otro y, por tanto, las condiciones para un intercambio regular. El estadio superior introduce una división aún más grande del trabajo: entre la agricultura y los oficios manuales; de ahí la cada vez mayor producción de objetos fabricados directamente para el intercambio y la elevación del intercambio entre productores individuales a la categoría de necesidad vital de la sociedad. La civilización consolida y aumenta todas estas divisiones del trabajo ya existentes —sobre todo acentuando el contraste entre la ciudad y el campo (lo cual permite a la ciudad dominar económicamente al campo, como en la Antigüedad, o al campo dominar económicamente a la ciudad, como en la Edad Media)— y añade una tercera división del trabajo, propia de ella y de capital importancia, creando una clase que no se ocupa de la producción, sino únicamente del intercambio de los productos: los mercaderes. Hasta aquí, los procesos de formación de nuevas clases habían sido determinados solamente por la producción. Las personas que tomaban parte en ella se dividían en directores y ejecutores, o en productores a grande y a pequeña escala. Ahora aparece, por primera vez, una clase que, sin tomar la menor parte en la producción, sabe conquistar su dirección general y avasallar económicamente a los productores, una clase que se convierte en el intermediario indispensable entre cada dos productores y explota a ambos. So pretexto de desembarazar a los productores de las fatigas y los riesgos del intercambio, extender la salida de sus productos hasta los mercados lejanos y ser, por tanto, la clase más útil de la población, se forma una clase de parásitos, una clase de auténticas sanguijuelas sociales que, como compensación por servicios en realidad muy mezquinos, se lleva la nata de la producción doméstica y extranjera, amasa rápidamente riquezas enormes y adquiere una influencia social proporcionada a éstas, y por todo ello va ocupando, bajo la civilización, una posición más y más honorífica y logra un dominio cada vez mayor sobre la producción, hasta que acaba por dar a luz un producto propio: las crisis comerciales periódicas.
Verdad es que, en el grado de desarrollo que estamos analizando, la naciente clase de los mercaderes no sospechaba aún las grandes cosas a que estaba destinada. Pero se formó y se hizo indispensable, y esto fue suficiente. Con ella apareció el dinero en metálico, la moneda acuñada, nuevo medio para que el no productor dominara al productor y a su producción. Se había hallado la mercancía por excelencia, que encierra en estado latente todas las demás, el medio mágico que puede transformarse a voluntad en todas las cosas deseables y deseadas. Quien la poseía era dueño del mundo de la producción. ¿Y quién la poseyó antes que nadie? El mercader. En sus manos, el culto al dinero estaba bien seguro. El mercader se cuidó de poner en claro que todas las mercancías, y con ellas todos sus productores, debían postrarse ante el dinero. Demostró de manera práctica que todas las demás formas de riqueza eran una quimera frente a esta encarnación pura de la riqueza. Desde entonces, nunca se ha manifestado el poder del dinero con tal brutalidad, con semejante violencia primitiva, como en aquel período de su juventud. Tras la compra de mercancías con dinero vinieron los préstamos, y con ellos el interés y la usura. Ninguna legislación posterior arroja tan cruel e irremisiblemente al deudor a los pies del acreedor usurero como las leyes de la antigua Atenas y de la antigua Roma. En ambos casos esas leyes nacieron espontáneamente, bajo la forma de derecho consuetudinario, sin más apremio que el económico.
Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Fundación Federico Engels, 2006, páginas 179 y 180.