Aclaraciones sobre la temperatura negativa

Aquí un doctor en física aclara la confusión causada por el concepto “temperatura negativa” utilizado en la mecánica estadística y que se hizo famoso debido a algunas experimentaciones que se documentaron hace algún tiempo. En los artículos aparecidos en la red, y escritos por periodistas o gente ajena a la física o a las ciencias naturales, y que mencionaban aquellos experimentos, se trataba de una forma distorsionada el concepto “temperatura negativa” y con eso se informó que, puesto que se habían alcanzado temperatura negativas, se había conseguido llegar el cero absoluto (0 K).

Se podría pensar que esto no tiene mayor relevancia, que es algo que solo concierne a las ciencias “duras”, pero en realidad tiene una importancia a todo nivel, porque si alguna vez la humanidad lograra crear un “sistema” que pudiera alcanzar el cero absoluto, significaría que dios existe, sería la prueba científica de la existencia del mismo.

Lo irónico de todo esto y en realidad es muy muy irónico, es que al contrario de lo que podría decir “el sentido común” la temperatura negativa no implica “menos movimiento”, sino que todo lo contrario, significa más movimiento, mucho, mucho, más movimiento, o sea, todo lo contrario de lo que necesita una prueba científica para acreditar la existencia de dios y del “primer” impulso.

Esta es la razón por la que algunos “científicos” intentan desesperadamente alcanzar el cero absoluto, porque alcanzarlo significaría probar experimentalmente la existencia de dios. Estos “científicos” no intentan explicar la naturaleza, sino encontrar a dios, eso no es ciencia, es pseudo religión. El gran problema es que como nunca lograrán llegar al 0 K, siempre pensarán que lo pueden alcanzar, es el precio que se paga por despreciar el pensamiento lógico y coherente: como decía Engels “en realidad, nadie puede despreciar impunemente a la dialéctica”

El artículo en cuestión: Algunas aclaraciones sobre la Temperatura Negativa

Resumen de las tres leyes de Newton

«La primera ley de Newton es la ley de la inercia: Un objeto en reposo tiende a permanecer en reposo; un objeto en movimiento tiende a permanecer en movimiento con rapidez constante y con trayectoria rectilínea. A esta propiedad de los objetos para resistir cambios de movimiento se le llama inercia. La masa es una medida de la inercia. Los objetos sufren cambios de movimiento sólo en presencia de una fuerza neta.
La segunda ley de Newton es la ley de la aceleración: Cuando una fuerza neta actúa sobre un objeto, el objeto acelera. La aceleración es directamente proporcional a la fuerza neta, e inversamente proporcional a la masa. En símbolos, a=F/m. La aceleración siempre tiene la dirección de la fuerza neta. Cuando los objetos caen en el vacío, la fuerza neta no es más que el peso, y la aceleración es g (el símbolo g representa que la aceleración sólo se debe a la gravedad). Cuando los objetos caen en el aire, la fuerza neta no es más que el peso menos la fuerza de resistencia del aire, y la aceleración es menor que g. Cuando la resistencia del aire es igual al peso de un objeto que cae, la aceleración termina y el objeto cae con rapidez constante (que se llama rapidez terminal).
La tercera ley de Newton es la ley de acción-reacción: Siempre que un objeto ejerce una fuerza sobre un segundo objeto, el segundo objeto ejerce una fuerza de igual magnitud y dirección opuesta sobre el primero. Las fuerzas se presentan en pares, una es la acción y la otra la reacción, y ambas forman la interacción entre un objeto y el otro. La acción y la reacción siempre ocurren simultáneamente y actúan sobre objetos distintos. Ninguna fuerza existe sin la otra. (No puedes tocar sin ser tocado).
Las tres leyes de Isaac Newton del movimiento son las reglas de la naturaleza que nos permiten maravillarnos por la manera en que muchas cosas se conectan entre sí. Vemos estas reglas en acción en nuestro ambiente cotidiano.»

Las negritas las puse yo.
La aclaración entre paréntesis: (No puedes tocar sin ser tocado), también, aparece en la página 81 del libro citado más abajo.

Física Conceptual, P. Hewitt, décima edición, Pearson Educación, México, 2007, página 82.

Formas fundamentales de movimiento: el movimiento mecánico de masas

[…] Cuando dos cuerpos actúan el uno sobre el otro, dando como resultado el desplazamiento de lugar de uno de ellos, este desplazamiento de lugar sólo puede consistir en un acercamiento o en un alejamiento. O los cuerpos se atraen o se repelen. O bien, para decirlo en los términos en que se expresa la mecánica, las fuerzas que entre ellos actúan son fuerzas centrales que operan en la dirección de la línea de entronque de sus centros. Hoy, consideramos ya como evidente el que esto ocurra y que ocurra por doquier y sin excepción en el universo, aunque algunos movimientos nos parezcan complicados. Se nos antojaría un contrasentido suponer que dos cuerpos que actúan el uno sobre el otro y cuya mutua acción no tropieza con la interferencia o la acción de un tercer grupo, hubieran de desarrollar esta acción por un camino que no fuese el más corto y el más directo, en la dirección de las dos rectas que unen sus centros.* Pero, como es sabido, Helmholtz […] ha aportado también la prueba matemática de que la acción central y la constancia de la cantidad de movimiento se condicionan mutuamente y de que el admitir otras acciones que no sean centrales conduce a resultados en los que el movimiento podría ser creado o destruido. La forma fundamental de todo movimiento es, según esto, la aproximación o el alejamiento, la contracción o la expansión; en una palabra, la vieja contraposición polar de atracción y repulsión.

Hay que advertir expresamente que la atracción y la repulsión no se conciben, aquí, como lo que se llama “fuerzas”, sino como simples formas de movimiento. No en vano Kant concebía ya la materia como la unidad de atracción y repulsión. Qué ocurre con las “fuerzas”, lo veremos más adelante.

Todo movimiento consiste en el juego alternativo de atracción y repulsión. Pero el movimiento sólo puede darse cuando cada atracción singular se ve compensada por la correspondiente repulsión en otro lugar distinto. De otro modo, uno de los lados acabaría predominando con el tiempo sobre el otro, con lo que el movimiento cesaría, a la postre. Eso quiere decir que todas las atracciones y todas las repulsiones se compensan mutuamente en el universo. Por consiguiente, la ley de la indestructibilidad y la increabilidad del movimiento cobra, así, la expresión de que todo movimiento de atracción en el universo se ve complementado por un equivalente movimiento de repulsión, y viceversa; o, como lo expresaba la filosofía antigua —mucho antes de que las ciencias naturales formulasen la ley de la conservación de la fuerza o de la energía—, de que la suma de todas las atracciones operadas en el universo es igual a la suma de todas las repulsiones.

Quedan siempre en pie, sin embargo, dos posibilidades de que un día cese todo movimiento: una es la de que la atracción y la repulsión acaben equilibrándose, de hecho, alguna vez; otra, la de que toda la repulsión se apodere definitivamente de una parte de la materia, y toda la atracción de la parte restante. Pero ambas posibilidades deben ser desechadas de antemano, desde el punto de vista dialéctico. Desde el momento en que la dialéctica ha demostrado ya, partiendo de los resultados de nuestra experiencia de la naturaleza hasta el día de hoy, que todas las contraposiciones polares se hallan siempre condicionadas por el juego cambiante de los dos polos opuestos el uno sobre el otro, de que la separación y la oposición entre estos dos polos sólo existe dentro de su cohesión y, a la inversa, su unión solamente en su separación, su cohesión solamente en su oposición, no cabe hablar ni de un definitivo equilibrio entre repulsión y atracción ni de una definitiva adscripción de una forma de movimiento a la mitad de la materia y de la otra a la mitad restante; es decir, ni de la mutua acción ni del absoluto divorcio entre los dos polos. Sería lo mismo que si, en el primer caso, se exigiera que se equilibraran entre sí el polo Norte y el polo Sur del campo magnético o que, en el segundo caso, el limar la aguja magnética en el centro de ambos polos creara, de una parte, una mitad septentrional sin polo Sur y en la otra una mitad meridional sin polo Norte. Pero, si la imposibilidad de admitir tales hipótesis se desprende de la misma naturaleza dialéctica de la contraposición polar, ello no es obstáculo para que, gracias a la mentalidad metafísica imperante entre los naturalistas, la segunda de dichas dos hipótesis siga desempeñando, por lo menos, cierto papel en la teoría física. De ello hablaremos en su lugar oportuno.

Ahora bien, ¿cómo se presenta el movimiento en el juego alternativo de atracción y repulsión? Como mejor puede investigarse esto es a la vista de las distintas formas del movimiento mismo. Al final, después de examinarlas todas, se establecerá el balance.

Fijémonos en el movimiento de un planeta en torno a su cuerpo central. La astronomía escolar al uso explica la elipse descrita, siguiendo a Newton, por la acción combinada de dos fuerzas, la de la atracción del cuerpo central y una fuerza tangencial que normalmente impulsa al planeta en el sentido de esta atracción. Admite, pues, además de la forma de movimiento que se opera de un modo central, otra tendencia de movimiento o llamada “fuerza” que se desarrolla en sentido perpendicular a la línea recta que une los puntos centrales. Con lo cual esta explicación entra en contradicción con la ley fundamental mencionada, según la cual en nuestro universo todo movimiento sólo puede operarse en la dirección de los puntos centrales de los cuerpos que actúan los unos sobre los otros o, para decirlo en los términos usuales, sólo es causalmente determinada por los “fuerzas” que actúan en sentido centrípeto. Y, de este modo, introduce en la teoría un elemento que, como también hemos visto, implica la creación y destrucción del movimiento y que, por tanto, presupone un creador. Se trata, por consiguiente, de reducir esta misteriosa fuerza tangencial a una forma centrípeta de movimiento, y esto es lo que hizo la teoría cosmogónica de Kant-Laplace. Como es sabido, según esta concepción todo el sistema solar nació de una masa gaseosa extraordinariamente enrarecida y en rotación, mediante su gradual condensación, de tal modo que, como es natural, el movimiento de rotación de esta bola de gas cobró su mayor fuerza en el Ecuador: allí se desprendieron de la masa anillos de gas que luego se condensaron para formar los planetas, los planetoides, etc., girando en torno del cuerpo central, en el sentido de la rotación originaria. En cuanto a esta rotación misma, se la explica, generalmente, por el movimiento propio de las distintas partículas de gas, movimiento operado en las más diversas direcciones, pero de manera que acaba siempre imponiéndose el movimiento en una determinada dirección, lo que determina el movimiento giratorio, el cual va necesariamente intensificándose a medida que se contrae la nebulosa. Pero, cualquiera que sea la hipótesis que se acepte acerca del origen de la rotación, todas ellas eliminan la fuerza tangencial, para reducirla a una forma especial de manifestarse de un movimiento centrípeto. Si un elemento del movimiento planetario, el elemento directamente central, es representado por la gravedad, por la atracción que media entre él y el cuerpo central, el otro elemento, el elemento tangencial, aparece, en forma transferida o transformada, como un residuo de la originaria repulsión de las distintas partículas de la nebulosa. Por donde el proceso de existencia de un sistema solar se representa, ahora, como un juego alternativo de atracción y repulsión, en el que la atracción va ganando ventaja poco a poco y cada vez más por el hecho de que la repulsión se irradia en el espacio cósmico en forma de calor, perdiéndose, por tanto, en medida cada vez mayor, para el sistema.

A primera vista se observa que la forma de movimiento que aquí se concibe como repulsión es la misma que la física moderna llama “energía”. Por la contracción del sistema y la consiguiente disociación de los distintos astros que actualmente lo forman, el sistema ha perdido “energía”, y esta pérdida de energía representa ya ahora, según el conocido cálculo de Helmholtz, el 453/454 de toda la cantidad de movimiento originariamente contenido en él en forma de repulsión.

Fijémonos, ahora, en una masa corpórea que se mueva en nuestra misma tierra. Esta masa se halla enlazada a la tierra por medio de la gravedad, como la tierra, a su vez, se halla enlazada al sol; pero, a diferencia de la tierra, no puede desarrollar un movimiento planetario libre. Sólo se la puede mover mediante un impulso de fuera, y tan pronto como el impulso desaparece, el movimiento cesa inmediatamente, ya sea solamente por la acción de la gravedad, ya por la combinación de ésta con la resistencia del medio en que se mueve. También esta resistencia es, en última instancia, un resultado de la gravedad, sin la que la tierra no ofrecería un medio resistente ni tendría en su superficie una atmósfera. Por tanto, el movimiento puramente mecánico que se opera en la superficie de la tierra se desarrolla en una situación en la que predomina resueltamente la gravedad, la atracción, y en la que, por consiguiente, la producción de movimiento presenta dos fases: primera, la de contrarrestar la gravedad, y segunda, la de hacer que ésta siga actuando; en una palabra, las dos fases de levantar un cuerpo y dejarlo caer.

Volvemos a encontrarnos, pues, con la acción mutua entre la atracción, de una parte, y de otra una forma de movimiento que se opera en dirección opuesta a ella y que es, por tanto, una forma de movimiento repelente. Ahora bien, dentro del campo de la mecánica terrestre pura (que opera a base de las masas de estados dados de conglomeración y cohesión, para ella inmutables), esta forma repelente de movimiento no se da en la naturaleza. Las condiciones físicas y químicas en que un bloque de roca se desprende de la cima de una montaña o en que la corriente de un río forma una cascada caen fuera del campo de acción de esa mecánica. Por consiguiente, el movimiento repelente, el movimiento de levantar un cuerpo, en el campo de la mecánica pura, tiene que producirse artificialmente: por la acción de la fuerza humana, de la fuerza animal, de la fuerza hidráulica, de la fuerza del vapor, etc. Y esta circunstancia, es decir, la necesidad de contrarrestar artificialmente la atracción natural, suscita en los mecánicos la concepción de que la atracción, la gravedad, la fuerza de la gravedad, como ellos la llaman, constituye la forma más esencial y hasta la forma fundamental de movimiento, en la naturaleza.

Cuando, por ejemplo, se levanta un peso y éste, con su caída directa o indirecta, comunica movimiento a otros cuerpos, no es, según la concepción mecánica usual, el levantamiento del peso lo que comunica este movimiento, sino la fuerza de la gravedad. Helmholtz, por ejemplo, nos presenta “la fuerza más simple y que mejor conocemos, la gravedad, actuando como fuerza motriz…, por ejemplo en los relojes de pared que funcionan por la acción de pesas. Las pesas… no pueden seguir la acción de la gravedad sin poner en movimiento todo el mecanismo del reloj”. Pero no pueden poner en movimiento el mecanismo del reloj sin caer ellas mismas, y van cayendo hasta que se desenrolla la cadena de la que penden. “En este momento, el reloj se para, por haberse agotado provisionalmente la capacidad de rendimiento de las pesas. Su gravedad no se ha perdido ni reducido, sino que sigue viéndose atraída, en la misma medida que antes, por la tierra; lo que se ha perdido es la capacidad de esta gravedad para producir movimientos… Pero podemos dar cuerda al reloj con nuestro brazo, levantado de nuevo las pesas. Tan pronto lo hacemos, las pesas recobran su anterior capacidad de funcionamiento y pueden mantener de nuevo el reloj en marcha.” (Helmholtz […]).

Como vemos, para Helmholtz no es la comunicación activa del movimiento, el hecho de levantar las pesas, lo que hace funcionar el reloj, sino la gravitación pasiva de las pesas mismas, a pesar de que esta gravitación sólo es arrancada a su pasividad al levantarse las pesas, para caer de nuevo en ella cuando la cadena de que penden llega al final. Por tanto, si, según la concepción moderna, la energía no es más que otro nombre dado a la repulsión, en la concepción antigua, que es la de Helmholtz, la fuerza aparece aquí como otra manera de expresar lo contrario de la repulsión, o sea la atracción. Por el momento, nos limitamos a consignar esto.

Ahora bien, al llegar a su término el proceso de la mecánica terrestre, es decir, cuando se deja caer de nuevo de la misma altura la masa pesada que hemos empezado levantando; ¿qué se hace del movimiento constitutivo de este proceso? Para la mecánica pura, ha desaparecido. Pero ahora sabemos que no ha quedado destruido, ni mucho menos. En su parte menor se ha convertido en las oscilaciones vibratorias del aire, y en su mayor parte en calor; calor que parcialmente se comunica a la atmósfera que opone resistencia de un lado al cuerpo mismo que cae y, de otro, por último, al suelo que recibe el impacto. También las pesas del reloj han ido transfiriendo poco a poco su movimiento a los distintos resortes del mecanismo, en forma de calor de frotamiento. Pero no es, como suele expresarse la cosa, el movimiento de la caída, o sea la atracción, lo que se trueca en calor, es decir, en una forma de repulsión. Por el contrario, la atracción, la gravitación, sigue siendo, como acertadamente dice Helmholtz, lo mismo que antes era y, en rigor, incluso mayor aún. Es más bien la repulsión comunicada al cuerpo caído por el hecho de levantarlo la que es destruida mecánicamente con la caída y la que renace en forma de calor. La repulsión de masa se convierte así en repulsión molecular. [..]

* Al margen del manuscrito, escrita a lápiz, aparece esta nota: “Kant (dice), en la pág. 22, que las tres dimensiones del espacio se hallan condicionadas por el hecho de que esta atracción o repulsión se produce en razón inversa al cuadrado de la distancia.” N. del ed.

DIALÉCTICA DE LA NATURALEZA, F. Engels, Editorial Grijalbo, México, 1961, páginas 49 a 53.

Primera ley de la dialéctica: ley del trueque de la cantidad en cualidad, y viceversa

I. Ley del trueque de la cantidad en cualidad, y viceversa. Podemos expresar esta ley, para nuestro propósito, diciendo que, en la naturaleza, y de un modo claramente establecido para cada caso en singular, los cambios cualitativos sólo pueden producirse mediante la adición o sustracción cuantitativas de materia o de movimiento (de lo que se llama energía).

Todas las diferencias cuantitativas que se dan en la naturaleza responden, bien a la diferente composición química, bien a las diferentes cantidades o formas de movimiento (energía), o bien, como casi siempre ocurre, a ambas cosas a la vez. Por consiguiente, es imposible cambiar la cualidad de cun cuerpo sin añadir o sustraer materia o movimiento, es decir, sin un cambio cuantitativo del cuerpo de que se trata. Bajo esta forma, la misteriosa tesis hegeliana, no sólo resulta perfectamente racional, sino que se revela, además, con bastante evidencia.

No creemos que haga falta pararse a señalar que los diferentes estados alotrópicos o conglomerados de los cuerpos, al descansar sobre una distinta agrupación molecular, responder también a cantidades mayores o menores de movimiento añadidas al cuerpo correspondiente.

Pero, ¿y los cambios de forma del movimiento o de la llamada energía? Cuando transformamos el calor en movimiento mecánico, o a la inversa, cambia la cualidad, más ¿la cantidad permanece igual? Exactamente. Ahora bien, los cambios de forma del movimiento son como los vicios de Heine: cualquiera por separado puede ser virtuoso; en cambio, para el vicio tienen que juntarse dos. Los cambios de forma del movimiento son siempre un fenómeno que se efectúa entre dos cuerpos por lo menos, uno de los cuales pierde una determinada cantidad de movimiento de esta cualidad (por ejemplo, calor), mientras que el otro recibe la cantidad correspondiente de movimiento de aquella otra cualidad (movimiento mecánico, electricidad, descomposición química). Por tanto, cantidad y cualidad se corresponden, aquí, mutuamente. Hasta ahora no se ha logrado convertir una forma de movimiento en otra dentro de un solo cuerpo aislado.

Aquí, por el momento, solo hablamos de cuerpos inanimados; para los cuerpos vivos rige la misma ley, pero esta actúa bajo condiciones muy complejas, y, hasta hoy, resulta todavía imposible, con frecuencia, establecer la medida cuantitativa.

Si nos representamos un cuerpo inanimado cualquiera dividido en partes cada vez más pequeñas, vemos que no se opera, por el momento, ningún cambio cualitativo. Pero esto tiene sus límites: si logramos, como en la evaporación, liberar las distintas moléculas sueltas, podremos, en la mayor parte de los casos, seguir dividiéndolas, aunque solamente mediante un cambio total de la cualidad. La molécula se descompone ahora en los átomos, los cuales presentan cualidades completamente distintas de aquellas. En moléculas formadas por distintos elementos químicos, vemos que la molécula compuesta deja el puesto a los átomos o a la molécula de estos elementos mismos; y en las moléculas elementales, aparecen los átomos libres, que producen resultados cualitativos completamente distintos: los átomos libres del oxígeno en estado naciente consiguen como jugando lo que jamás serían capaces de lograr los átomos del oxígeno atmosférico vinculados en la molécula.

Pero ya la misma molécula es algo cualitativamente distinto de la masa corpórea de que forma parte. Puede llevar a cabo movimientos independientemente de ésta y mientras ésta permanece en aparente quietud, como ocurre, p.e., en las vibraciones del calor; puede, por medio del cambio de situación y de la trabazón con las moléculas vecinas, colocar al cuerpo en un estado alotrópico o de conglomerado, etc.

Vemos, pues, que la operación puramente cuantitativa de la división tiene un límite, a partir del cual se trueca en una diferencia cualitativa: la masa está formada toda ella por moléculas, pero es algo esencialmente distinto de la molécula, lo mismo que ésta es, a su vez, algo esencialmente distinto del átomo. Sobre esta diferencia descansa precisamente la separación entre la mecánica, como ciencia de las masas celestes y terrestres, de la física, que es la mecánica de la molécula, y de la química, que es la física de los átomos.

En la mecánica no se dan cualidades, sino, a lo sumo, estados como los de equilibrio, movimiento y energía potencial, todos los cuales se basan en la transferencia mensurable de movimiento y pueden expresarse de por sí de un modo cuantitativo. Por tanto, en la medida en que se produce aquí un cambio cualitativo, este cambio se halla condicionado por el cambio cuantitativo correspondiente.

La física considera los cuerpos como químicamente inmutables o indiferentes; estudia solamente los cambios de sus estados moleculares y las alteraciones de forma del movimiento, que la molécula pone en acción en todos los casos, por lo menos en uno de los dos lados. Todo cambio es aquí un trueque de cantidad en cualidad, una sucesión de modificaciones cuantitativas de la cantidad de movimiento de cualquier forma inherente al cuerpo o comunicado a él. “Así, por ejemplo, vemos que el grado de temperatura del agua es, al principio, indiferente por lo que se refiere a su fluidez líquida; pero, al aumentar o disminuir la temperatura del agua fluida, se llega a un punto en el que este estado de cohesión cambia y el agua se convierte, de una parte, en vapor y de otra parte en hielo” (Hegel, Enzyklopädie, Obras completas, tomo VI, pág. 217). Del mismo modo, hace falta una determinada intensidad mínima de corriente para que el alambre de platino de la lámpara eléctrica se encienda; asimismo, vemos que todo metal tiene su punto térmico de combustión y de fusión y todo líquido su punto de congelación y de ebullición, bajo una presión determinada, en la medida en que los medios de que disponemos nos permitan producir la temperatura necesaria; y, finalmente, que todo gas llega a un punto crítico, en el que la presión y el enfriamiento lo licuan. En una palabra, las llamadas constantes de la física no son, en la mayoría de los casos, otra cosa que indicaciones de puntos nodulares en que el «cambio», la adición o sustracción cuantitativa de movimiento, provoca un cambio cualitativo en el estado del cuerpo de que se trata; en que, por tanto, la cantidad se trueca en cualidad.

Pero el campo en que alcanza sus triunfos más imponentes la ley natural descubierta por Hegel es la química. Podríamos decir que la química es la ciencia de los cambios cualitativos de los cuerpos como consecuencia de los cambios operados en su composición cuantitativa. Esto lo sabía ya el propio Hegel (Logik, Obras completas, III, pág. 433). Basta fijarse en el oxígeno: si se combinan tres átomos para formar una molécula, en vez de los dos de la combinación usual, tenemos el ozono, un cuerpo que se distingue claramente del oxígeno corriente, tanto por el olor como por los efectos. Y no hablemos ya de las diferentes proporciones en que el oxígeno se combina con el nitrógeno o el azufre y cada una de las cuales forma un cuerpo cualitativamente distinto de los otros. El gas hilarante (monóxido de nitrogeno N2O) es muy distinto del anhídrido ácido-nítrico (pentóxido nítrico N2O5). El primero es un gas; el segundo, bajo temperatura corriente, un cuerpo sólido cristalino. Y, sin embargo, toda la diferencia de composición entre ambos cuerpos se reduce a que el segundo contiene cinco veces más oxígeno que el primero, y entre uno y otro se hallan, además, otros tres óxidos del nitrógeno (NO, N2O3, NO2), todos ellos cualitativamente distintos de aquellos dos y entre sí.

Y esto resalta todavía de un modo más palmario en las series homólogas de las combinaciones de carbono, de los hidrógenos carburados más simples. La más baja de las parafinas normales es el metano, CH4; las cuatro unidades combinadas del átomo del carbono se saturan aquí con cuatro átomos de hidrógeno. La segunda, el etano, C2H6, combina entre sí dos átomos de carbono y satura las seis unidades libres combinadas con seis átomos de hidrógeno. Y así sucesivamente, pasando por C3H8, C4H10, etc., con arreglo   a la fórmula algebraica   CnHn2+2,   de tal   modo que, al aumentar cada vez un CH2, va produciéndose, una vez tras otra, un cuerpo cualitativamente distinto de los anteriores. Los tres miembros más bajos de la serie son gases; el más alto que se conoce, el hexadecano, C16H34, un cuerpo sólido, cuyo punto de ebullición son los 270 grados C. Y exactamente lo mismo se comporta la serie de los alcoholes primarios derivados (teóricamente) de las parafinas, con la fórmula CnH2n+2O, con respecto a los ácidos grasos, monobásicos (fórmula: CnH2nO2). Qué diferencia cualitativa puede producir la adición cuantitativa de C3H6 nos lo enseña la experiencia, cuando ingerimos alcohol etílico C2H6O, bajo cualquiera de sus formas potables, sin mezcla de otros alcoholes y cuando ingerimos el mismo alcohol etílico, pero añadiéndole alcohol amílico C5H12O, que forma el elemento principal integrante del infame aguardiente amílico. Nuestra cabeza se da clara cuenta de ello, sin duda alguna, a la otra mañana, bien a su pesar, hasta el punto de que bien puede decirse que la borrachera y el consiguiente malestar del día siguiente vienen a ser como la cantidad transformada en cualidad, por una parte del alcohol etílico y, por otra, de la adición de este C3H6.

En estas series químicas, la ley hegeliana se nos presenta, además, sin embargo, bajo otra forma. Los miembros inferiores sólo admiten una única estratificación mutua de los átomos. Pero, una vez que el número de átomos combinados en una molécula alcanza la magnitud determinada para cada serie, la agrupación de los átomos en la molécula puede efectuarse de múltiples modos; pueden presentarse, por tanto, dos o más cuerpos isómeros que, aun conteniendo el mismo número de átomos de C, H u O en una sola molécula, sean, no obstante, cualitativamente distintos. Podemos, incluso, calcular cuantas de estas isomerías pueden darse en cada miembro de la serie. Así, tenemos que en la serie de la parafina, para la fórmula C4H16 pueden darse dos, y para la fórmula C5H12 tres; en los miembros superiores de la serie, el número de posibles isomerías va aumentando muy rápidamente. Es, por tanto, una vez más, el número cuantitativo de átomos contenidos en la molécula el que sienta la posibilidad y, una vez comprobada ésta, el que condiciona, además, la existencia real de estos cuerpos isómeros cualitativamente distintos.

Más aún. Partiendo de la analogía de los cuerpos que conocemos en cada una de estas series, podemos sacar conclusiones con respecto a las propiedades físicas de los miembros de la serie que aún no conocemos y predecir con bastante seguridad estas cualidades, el punto de ebullición, etc., en cuanto a los miembros que vienen inmediatamente después de los conocidos.

Finalmente, la ley de Hegel no rige solamente para los cuerpos compuestos, sino también para los mismos elementos químicos. Ahora, sabemos que “las propiedades químicas de los elementos son una función periódica de los pesos atómicos” (Roscoe-Schorlemmer, Ausführliches Lehrbuch der Chemie [“Tratado detallado de química”], tomo II, pág. 823), es decir, que su cualidad se halla condicionada por la cantidad de su peso atómico. Y la prueba de esto se ha llevado a cabo de un modo brillante. Mendeleiev ha demostrado que en las series de elementos afines, ordenadas por sus pesos atómicos, aparecen diferentes lagunas, indicio de que quedan nuevos elementos por descubrir. Uno de estos elementos desconocidos, a que Mendeleiev dio el nombre de ekaaluminio, porque en la serie que comienza con el aluminio sigue a éste, fue descrito de antemano por él con arreglo a sus propiedades químicas generales, prediciendo aproximadamente tanto su peso atómico y específico como su volumen atómico. Unos cuantos años después, descubría realmente Lecoq de Boisbaudran este elemento, y las predicciones de Mendeleiev se confirmaban, salvo muy pequeñas variantes. El ekaaluminio se hacía realidad en el galio (obra cit., pág. 828). Mediante la aplicación —no consciente— de la ley hegeliana del trueque de la cantidad en cualidad, había logrado Mendeleiev llevar a cabo una hazaña científica que puede audazmente parangonarse con la de Leverrier al calcular la órbita de Neptuno, cuando todavía este planeta era desconocido. En la biología, al igual que en la historia de la sociedad humana, se comprueba a cada paso la misma ley, pero aquí no queremos apartarnos de los ejemplos tomados de las ciencias exactas, donde las cantidades son exactamente mensurables e investigables.

Es probable que esos mismos señores que hasta el presente han venido denostando el trueque de la cantidad en cualidad como misticismo e incomprensible transcendentalismo, digan ahora que es algo evidente por sí mismo, consabido y trivial, algo que ellos aplican desde hace mucho tiempo y que, por consiguiente, no les enseña absolutamente nada nuevo. No cabe duda de que constituye siempre un hecho histórico-universal el proclamar por vez primera bajo la forma de su vigencia general una ley universal que rige para el desarrollo de la naturaleza, de la sociedad y del pensamiento. Y si esos señores se han pasado la vida viendo cómo la cantidal se trocaba en cualidad, pero sin saberlo, tendrán que consolarse con aquel monsieur Jourdain de Molière, que se pasó también la vida hablando en prosa sin tener ni la más remota idea de ello.

DIALÉCTICA DE LA NATURALEZA, F. Engels, Editorial Grijalbo, México, 1961, páginas 42 a 46.

El indestructible movimiento de la materia no es únicamente movimiento mecánico

Las ciencias naturales contemporáneas se han visto obligadas a tomar de la filosofía el principio de la indestructibilidad del movimiento; sin este principio, las ciencias naturales ya no pueden existir. Pero el movimiento de la materia no es únicamente tosco movimiento mecánico, mero cambio de lugar; es calor y luz, tensión eléctrica y magnética, combinación química y disociación, vida y, finalmente, conciencia. Decir que la materia, durante toda su existencia ilimitada en el tiempo, solamente una vez —y por un período infinitamente corto en comparación con su eternidad— ha podido diferenciar su movimiento y, con ello, desplegar toda la riqueza del mismo, y que antes y después de ello se ha visto limitada eternamente a simples cambios de lugar, decir esto equivale a afirmar que la materia es perecedera y el movimiento, pasajero. La indestructibilidad del movimiento debe ser comprendida no sólo en el sentido cuantitativo, sino también en el cualitativo. La materia cuyo mero cambio mecánico de lugar incluye la posibilidad de transformación, si se dan condiciones favorables, en calor, electricidad, acción química, vida, pero que es incapaz de producir esas condiciones por sí misma, esa materia ha sufrido determinado perjuicio en su movimiento. El movimiento que ha perdido la capacidad de verse transformado en las distintas formas que le son propias, si bien posee aún dúnamis (posibilidad, potencial), no tiene ya energeia (realidad, acto), y por ello se halla parcialmente destruido. Pero ambas cosas son inconcebibles.

Introducción a “dialéctica de la naturaleza” y otros escritos sobre dialéctica, F. Engels, Fundación Federico Engels, 2006, página 24 y 25.