En la civilización, la especie humana, ha dejado de ser dueña de sus propias condiciones de vida

[…] La civilización es, pues, el estadio de desarrollo de la sociedad en que la división del trabajo, el intercambio entre individuos de ella derivada y la producción mercantil que abarca a la una y al otro alcanzan su pleno desarrollo y ocasionan una revolución en toda la sociedad anterior.
En todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente colectiva y el consumo se efectuaba también bajo un régimen de reparto directo de los productos, en el seno de pequeñas o grandes colectividades comunistas. Esa producción colectiva se realizaba dentro de los más estrechos límites, pero llevaba aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de producción y sobre su producto. Estos sabían qué era del producto: lo consumían, no salía de sus manos. Y mientras la producción se efectuó sobre esta base, no pudo ponerse por encima de los productores ni hacer surgir frente a ellos el espectro de poderes extraños, como inevitable y regularmente sucede en la civilización.
Pero en ese modo de producción se introdujo lentamente la división del trabajo, que minó la comunidad de producción y de apropiación, erigió en regla predominante la apropiación individual y, de este modo, creó el intercambio entre individuos […]. Poco a poco, la producción mercantil se hizo la forma dominante.
Con la producción mercantil —que ya no es para el consumo personal, sino para el intercambio—, los productos pasan necesariamente de unas manos a otras. El productor se separa de su producto en el intercambio y ya no sabe qué se hace con él. Tan pronto como el dinero —y con él, el mercader— interviene como intermediario entre los productores, se complica más el sistema de intercambio y se vuelve todavía más incierto el destino final de los productos. Los mercaderes son muchos, y ninguno de ellos sabe lo que hacen los demás.
Ahora las mercancías no sólo van de mano en mano, sino de mercado en mercado. Los productores han dejado ya de ser dueños de toda la producción de sus propias condiciones de vida y los comerciantes tampoco han llegado a serlo. Los productos y la producción están entregados al azar.
Pero el azar no es más que uno de los polos de una interdependencia cuyo otro polo se llama necesidad. En la naturaleza, donde también parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos demostrado en cada dominio particular la necesidad inherente y las leyes internas que subyacen en aquel azar. Y lo que es cierto para la naturaleza, también lo es para la sociedad. Cuanto más escapa del control consciente del hombre y sobrepasa a éste una actividad social, una serie de procesos sociales, cuanto más abandonada parece esa actividad al puro azar, tanto más las leyes propias, inherentes, de dicho azar se manifiestan como una necesidad natural. Leyes análogas rigen las eventualidades de la producción y el intercambio de mercancías, leyes que frente al productor y el comerciante aislados surgen como factores extraños y desconocidos, cuya naturaleza es preciso desentrañar y estudiar con suma meticulosidad. Estas leyes económicas de la producción mercantil se modifican según los diversos grados de desarrollo de la misma. Pero, en general, todo el período de la civilización está regido por ellas. Hoy, el producto todavía domina al productor; hoy, toda la producción social todavía está regulada no conforme a un plan elaborado en común, sino por leyes ciegas que se imponen con la violencia de los elementos, en último término, en las tempestades de las crisis comerciales periódicas.

Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Fundación Federico Engels, 2006, páginas 188 y 189.

El dinero es el poder universal único ante el que se inclina toda la sociedad

Pero los atenienses iban a aprender pronto con qué rapidez domina el producto al productor en cuanto nace el intercambio entre individuos y los productos se transforman en mercancías. Con la producción de mercancías apareció el cultivo individual de la tierra y, enseguida, la propiedad individual del suelo. Más tarde vino el dinero, la mercancía universal por la que podían cambiarse todas las demás. Pero cuando inventaron el dinero, los hombres no sospechaban que habían creado un poder social nuevo, el poder universal único ante el que iba a inclinarse toda la sociedad. Y este nuevo poder, al surgir súbitamente, sin saberlo sus propios creadores y a pesar de ellos, hizo sentir a los atenienses su fuerza con toda la brutalidad de su juventud.

Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Fundación Federico Engels, 2006, página 121.

Fin al intercambio de productos (mercancías) entre individuos para ser dueños de nuestra producción

Volvamos por un momento a nuestros iroqueses. […]Al ser invariable el modo de producir los medios de vida, tampoco podían crearse conflictos como los surgidos entre los atenienses, […] ni engendrarse antagonismos entre ricos y pobres, entre explotadores y explotados. Los iroqueses todavía distaban mucho de dominar la naturaleza, pero, dentro de los límites que ésta les fijaba, eran los dueños de su propia producción. […] Sabían cuál podía ser el fruto de su modo de proporcionarse los medios de existencia, sabían que —unas veces en abundancia y otras no— obtendrían su sustento. Pero lo que no podría ocurrir nunca eran alteraciones sociales imprevistas, la ruptura de los vínculos gentilicios, la división de las gens y las tribus en clases opuestas que se combatieran recíprocamente. La producción se movía dentro de los más estrechos límites, pero los productores controlaban su producto. Era la inmensa ventaja de la producción bárbara, ventaja que se perdió con la llegada de la civilización y que las generaciones futuras tendrán el deber de reconquistar, pero dándole por base la hoy ya posible libre asociación y el poderoso dominio de la naturaleza conseguido en la actualidad por el hombre.
Entre los griegos las cosas eran muy distintas. La aparición de la propiedad privada de los rebaños y objetos de lujo condujo al intercambio entre individuos, a la transformación de los productos en mercancías. Y esto fue el germen de la revolución subsiguiente. En cuanto los productores dejaron de consumir directamente sus productos, deshaciéndose de ellos por medio del intercambio, dejaron de ser dueños de los mismos. Ignoraban ya qué iba a ser de ellos y surgió la posibilidad de que el producto llegara a emplearse contra el productor, para explotarlo y oprimirlo. Por eso ninguna sociedad puede ser dueña de su propia producción de un modo duradero ni controlar los efectos sociales de su proceso de producción si no pone fin al intercambio entre individuos.

Federico Engels, El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, Fundación Federico Engels, 2006, página 121.